En el siglo XVIII, el ritual funerario en Canarias era muy diferente al que conocemos hoy en día. En aquel entonces, el fallecimiento de una persona era considerado un evento de gran importancia en la sociedad, y se llevaban a cabo una serie de ritos y ceremonias para honrar al difunto y preparar su alma para el más allá.
Uno de los primeros ritos que se realizaban era la «oración de agonía», en la que un sacerdote acudía a la casa del fallecido para rezar por su alma y administrarle los últimos sacramentos. Posteriormente, el cuerpo del fallecido era preparado para el entierro, siendo vestido con su mejor ropa y colocado en un ataúd adornado con telas y flores.
Durante el velatorio, los familiares y amigos del difunto acudían a su casa para expresar sus condolencias y ofrecer sus respetos. También se realizaban ofrendas de comida y bebida, que se servían a los visitantes en un ritual conocido como «el refresco».
El día del entierro, el cortejo fúnebre se dirigía a la iglesia local, donde se celebraba una misa de réquiem en honor al difunto. Después de la misa, el cuerpo era trasladado al cementerio, donde se llevaba a cabo otra ceremonia de despedida y se realizaba el entierro.
Cabe destacar que en el siglo XVIII en Canarias, la muerte era vista como una transición hacia otra vida y no como el fin de la existencia. Por ello, se creía que era importante realizar estos rituales y ceremonias para asegurarse de que el alma del difunto pudiera encontrar el camino hacia la vida eterna.
En resumen, el ritual funerario en Canarias en el siglo XVIII implicaba una serie de ritos y ceremonias que se llevaban a cabo para honrar al difunto y preparar su alma para la vida después de la muerte. Aunque algunos de estos rituales han evolucionado y cambiado con el tiempo, la idea de honrar y recordar adecuadamente a los seres queridos sigue siendo una parte fundamental de la cultura y tradición en Canarias.